11 septiembre 2007

ALICANTE EN EL RECUERDO: LA PLAYA DE SAN JUAN

Hasta finales del siglo XIX, la playa de San Juan era una zona prácticamente desconocida para los 50.000 habitantes que entonces censaba la capital. Una playa casi inédita, ancha, larga, fantásticamente extensa, donde la arena era dueña y señora.
Su tranquilidad sólo era rota eventualmente, cuando algún que otro aventurero se adentraba hacia las interminables dunas, acercándose al mar en un intrépido salto desde la amable y gozosa vegetación de la huerta a la ribera mediterránea.
Por entonces, el desconocido podía ver sin obstáculos desde la Torre del Faro de Huertas (que latía en el vértice del cabo) hasta el panorama rural de la vega alicantina: Vistahermosa, La Condomina, Santa Faz, Benimagrell...
Y en verdad no exageramos, pues desde la misma orilla del mar podía verse las fincas Ansaldo, Ruiz, El ciprés, San Antonio, El Morriquet, Moñinos, Marco... algunas con sus torres preparadas contra la piratería africana.

A la playa iban muy pocos..., solo los arriesgados, como decían las personas mayores. Aunque eran visibles algunas barracas construidas a base de palos y muy separadas entre si, para evitar indiscreciones. En ellas, las mujeres “cambiaban los trajes veraniegos por aquellos otros de baño compuestos de pantalones largos hasta los tobillos y blusón de tela azul, recios para el señorito y de tela de saco para las personas más modestas” y se adentraban al mar, no mucho por si acaso.
Una vez al año, en las fiestas de San Jaime, los huertanos acudían masivamente a la Playa de San Juan. Todavía quedan caminos que nacen en Benimagrell, en San Juan, en la Condomina y en Vistahermosa que conducen directamente al mar.
Puede uno imaginarse los preparativos de la víspera: “No olvides la paloma” “¿Has cargado el jamón?” “Yo ya he metido en el carro el colchón y la garrafa del vino”. Para el hertano, entre sus provisiones no podía faltar el aceite, las madalenas para el desayuno, los embutidos, la leña y el agua potable.
Si había luna, los hombres se dedicaban a la pesca siendo el procedimiento más popularizado la peseta.
Si no había luna, la pesca quedaba aplazada hasta el amanecer.
El caso era conseguir el ranchet para el aperitivo o si la cosa salía mejor, para el fondo de un caldero. No obstante, las mujeres habían traído en el carro la fritangueta de tomate, pimientos y caragols.
Pero también se hacía la paella, unos arrós en pollastre, otros arrós en conill, y nunca faltaba el meló, y claro, el tinto, el vino tintorro elaborado en las pedanías rurales de la Condomina y Fabraquer, vino de 18 grados.
De la mano de Llorca Pillet conocemos las peculiaridades de la hora del baño de estas gentes de nuestra huerta: el vestidor era una instalación elemental; unas sábanas tapaban las partes trasera y delantera del carro, que, previo el desenganche de las caballerías, permanecía con las varas en tierra o al aire. Allí se quitaban ellas las ropas de calle, y se ponían el bañador.
¿He dicho el bañador?
Era un sayo de tela de saco, tupido, que llegaba hasta los púdicos tobillos. Y así entraban al agua, pero no mucho, por si las olas gastaban bromas.
Terminado el baño familiar, se iniciaba otro baño: el de las bestias que habían arrastrado las decenas de carros. La mula era llevada al mar hasta alcanzar el banco de arena por el jefe de la familia, también en traje playero (pantalón de cotoné, azul y rayado en blanco).
El baño de las caballerías alcanzaba tal importancia numérica, que se asegura pasaban de mil las que se adentraban hasta la barra gozosamente.
Pero de allí no pasaban.
Se dice que a las mulas no les gusta que el agua les moje la barriga.
INFO: Fernando Gil Sánchez.
Diario Información

 
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